16 febrero 2020

Sagrada luz de Misterio


Sagrada luz de Misterio

Mas llama sobre llama y hondura sobre hondura,
 y trono sobre trono y medio en sueños,
posadas sus espadas en sus férreas rodillas,
tristemente cavilan sobre grandes misterios solitarios.

W. B. Yeats

La noche. Una tea arde en la oscuridad: compite con la brillante luz de los astros. Es, la llama, el centro del universo. Parece como si las luces del firmamento se plegaran ante la importancia de la lumbre, un fulgor sagrado que pretende iluminar el Misterio.
Unas manos soportan el incendio. Los delfines de Cnossos como tinta en los antebrazos de aquel que sostiene la antorcha. Su nombre sabe a Grecia, es cálido y amable, siluetea la figura de un artesano del color. Y pronunciarlo es mentar la Hélade toda, el origen de nuestra historia de certezas y enigmas, de conocimiento e inconsciencia, de búsqueda y belleza, de virtud, de recogimiento. Suena como un rumor antiguo.

Decir Antonio Martínez Mengual es jugar a sentir la sinestesia. Los pigmentos actúan como palabras que acarician la perfección del verso; el poema torna a luz remota donde el verbo se convierte en un rojo intenso y el adjetivo transmuta en el último azul manchado por la espuma. Aquí el suave susurro del pincel cuando rasga el lienzo deriva en una remota melodía, cantada por los hombres del pasado.

La de Martínez Mengual es una vocación profunda; su historia podría quedar reducida a una palabra: entrega. Entrega arrebatada a la pintura, carne ofrecida a la poesía, alma brindada a Grecia y su leyenda. Estar con él, conocer las inquietudes que mueven su máquina creadora, resulta similar a zambullirse de lleno en esos tres universos -pintura, poesía, Grecia- que le completan como apéndices. 
                   
Como otros antes que él, el pintor ha comprendido: no caben respuestas exactas en el arte ni en ninguna otra cosa. No son siquiera deseables. Es en la pregunta, en el constante querer saber por qué, donde la obra se engrandece, perfila su materia y se eterniza. Más todavía: no son pertinentes tampoco las preguntas cuando la realidad se convierte en pintura y trazo, cuando se dibuja una biografía. Únicamente sirve entonces contemplar, ese dejarse llevar por el sentimiento -la música apagada, a solas y en silencio en el taller- y que la danza de colores surja casi sola, como impulsada por los recuerdos, por lo vivido, por aquello que se aspira a experimentar. Esa vibración al pisar tierra sagrada en Atenas; las manos temblorosas que ofrecen la preñada fruta a las puertas del templo; esa cuna de las cunas que un día traspasó con su luz de caos y el peso de su historia el cuerpo del pintor, que le definió de un modo distinto, que le hizo otro.

Entrar en su trabajo significa enfrentarse cara a cara a la verdad: la que él ha buscado durante toda su vida y que supone el esfuerzo último -y único- de todos los que han tenido la fortuna de ser tocados por el talento. Porque Martínez Mengual nos da de comer el néctar dulce de la granada, que atrapa al que disfruta su obra, y nos lleva a la necesidad irracional de regresar una y otra vez al contacto con su pintura.


Iaco penetra en el engima: esboza una pregunta para la que no obtiene respuesta

Ahora otra vez un feliz enigma me ayuda a comprenderlo todo

Albert Camus

De nuevo las manos que sostienen las lenguas de un fuego que, incesante, indaga. El silencioso temor de los que todavía no conocen, Grecia concentrada en el Misterio. Eleusis como origen y final de tantos hombres, mujeres y niños que quisieron saber, que albergaron la esperanza de acceder al telesterion para presenciar el secreto.
Por eso esta vez el pintor está aquí, en una oscuridad casi completa. Paso a paso construye sus creaciones, dialoga con su entorno helénico en una procesión de incertidumbres que encienden el corazón dirigido hacia el templo de Deméter.

Ya ha llegado. Entra.

Y brotan los colores, unas pinturas que hablan en distintos lenguajes, que interpelan desde el verde de la espiga aún inmadura, que son noche cerrada de columnas de mármol, una chispa vulnerando la quietud del bosque, el cielo colmado de luces o el jugo grato de una fruta que es ofrenda.

Martínez Mengual se ha despojado más si cabe de lo anejo para producir esta obra. Ha dispuesto un velo de lino sobre su cabeza y ha confiado, en un respetuoso silencio, sus manos a los viejos dioses de los griegos. Es en este momento un nuevo Iaco, el hijo del celeste Zeus y Deméter, la de hermosa cabellera. Y porta la luz que busca, que pregunta sin esperar respuesta.

Su vocación no es la de dirigir la mirada de los otros, investiga únicamente para él, porque sabe que con mirar al menos una vez a la creación sincera, despojada de artificios y máscaras, queda justificado todo lo demás. Llegar a ese escenario, caer de rodillas ante la magnífica luz del arte, vale toda una vida. Por eso, su pintura no describe el arco de entonación de la pregunta. Solo es espera desnuda, cierta, atenta. Ha comprendido que la vida, acaso, no es más que eso: una sucesión de esperas en las que, cada vez más despojado, más verdadero, se aguarda la visión del Misterio, ese momento en el que todo funciona.

No quieras tocar más. No quieras saber más. He aquí el milagro encarnado.


Unos ojos nacidos para atrapar el color

Es sorprendente que un solo trazo acabe con la nada

María Martínez Bautista

Estas últimas creaciones, fruto de la admiración, la lectura y la destreza, han roto con el miedo ante lo incierto. Con la libertad del que solo espera la experiencia de dialogar con el lienzo o con el papel, el artista se ha lanzado a los más desconocidos orígenes sagrados de los griegos. Se sitúa como puente entre los que observamos hoy y los que lo hicieron en un tiempo remoto, y nos muestra un itinerario, un camino que seguir para encontrarnos con aquello que nos hace humanos: la búsqueda del por qué, del cuándo, del para qué. Una búsqueda que no ha de esperar resolución, sino gozar de la travesía.

En estas obras aparecen muchas de las rutinas habituales en la trayectoria de Martínez Mengual: es un trabajo que parte de lo físico para pasar a lo abstracto, surge del terreno con la vocación de navegar en las emociones. En cada cuadro los colores construyen lugares a la vez que representan instantes, la unión de existencia y espacio, de pensamiento y acción, de lo que es humano y lo que sucede más allá del ser. Sus ojos son tamiz en busca de esas maravillas dispuestas para el pálpito. Y él, el encargado de traducirlas a pintura.

Como una herramienta para conocer la luz, en él todo color nace de lo real y es mancha que comunica, que dice, que susurra el secreto en una confesión íntima que dispone para nosotros, los llamados a compartir en silencio. Porque lo que se vive ante uno de los cuadros de Martínez Mengual ha de ser una experiencia íntima y reservada. Frente a sus obras el propio ser se conoce, se perfila y se encuentra con su propio yo. Al pintor le debemos el impulso.


Dedos que acarician el asombro

Y esa llama es tan sólo nuestra vida,
que abre también sus ojos, y pregunta
a quien así nos mira, qué encendido
misterio es su belleza.

Francisco Brines

Solo una vez lo vi. Aceché al pintor ese momento con la sensación de sentirme en un lugar prohibido: el rugoso tacto de la madera erizaba las yemas de sus dedos, electrificaba el cuerpo. Martínez Mengual ante una enorme tabla colmada de tonos vivos; Antonio frente a Antonio; Antonio al lado de ese chiquillo con las manos manchadas de cera, en un tiempo en blanco y negro que él se encargó de teñir de color; Antonio perdido entre libros y cuadros a los que acudir una vez, y otra, y otra, y otra en busca de aquello que, prendido a su pecho, se afana por encontrar. Lejos de todo, más allá de todos, acariciaba su obra, ese vástago como ramo tierno, carne de su carne. Los ojos, discretos, cubiertos de lluvia. 
     
Pintar debe parecerse mucho a iniciar un viaje que termina en el origen; un viaje circular al centro de uno mismo. El artista, con su don arrullado entre los brazos, es quien más y mejor puede llegar a ese espacio en el que es posible palpar el asombro, esa fuerza final que mueve a todos los seres. Porque cuando el pintor, cuando el poeta, aleja lo accesorio y usa sus trazos como si fuesen sangre, multicolor milagro que estalla en el lienzo, la tabla o el papel, se hace él mismo sombra o figura natural o espacio de cielo erguido entre columnas. Entonces, el hombre es ya infinito y se mira en su trabajo, convertido en espejo, para reconocer, para reconocerse.

Tal vez por eso esta obra: quizá se trate de una peregrinación con destino ignoto, el resultado de la búsqueda más difícil, la que tiene como objetivo los propios márgenes del cuerpo, y los límites solo un paso más allá de donde puede llegar la imaginación, la mente, el sueño. Por eso las diosas, el temblor del iniciado, una cueva oscura donde habite Hades, el templo y sus enigmas, la paz del silencio en la que ocurre todo, el cielo... Por eso el pintor -que en su labor discreta ha firmado una vida de dedicación continuada al diálogo con los colores-, para que por sus ojos podamos comprender.

Y para que, después de la noche oscura del alma, que diría el poeta santo, con las primeras luces rayando el alba, solo quede contemplar, porque ya todo se ha encontrado. Dejar que la mirada vague por los cuadros con emoción contenida. Ser procesión, gruta y Misterio. Ser canto sagrado. Ser cielo infinito y a la vez antorcha encendida que dance en el firmamento con el fulgor de las últimas estrellas.

Daniel J. Rodríguez

Texto para el catálogo de la exposición "Lo Incierto", de Antonio Martínez Mengual



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