Sagrada
luz de Misterio
Mas llama sobre llama y hondura sobre
hondura,
y trono sobre trono y medio en sueños,
posadas sus espadas en sus férreas rodillas,
tristemente cavilan sobre grandes misterios solitarios.
y trono sobre trono y medio en sueños,
posadas sus espadas en sus férreas rodillas,
tristemente cavilan sobre grandes misterios solitarios.
W. B. Yeats
La noche. Una
tea arde en la oscuridad: compite con la brillante luz de los astros. Es, la
llama, el centro del universo. Parece como si las luces del firmamento se
plegaran ante la importancia de la lumbre, un fulgor sagrado que pretende
iluminar el Misterio.
Unas manos
soportan el incendio. Los delfines de Cnossos como tinta en los antebrazos de
aquel que sostiene la antorcha. Su nombre sabe a Grecia, es cálido y amable,
siluetea la figura de un artesano del color. Y pronunciarlo es mentar la Hélade
toda, el origen de nuestra historia de certezas y enigmas, de conocimiento e
inconsciencia, de búsqueda y belleza, de virtud, de recogimiento. Suena como un
rumor antiguo.
Decir Antonio
Martínez Mengual es jugar a sentir la sinestesia. Los pigmentos actúan como
palabras que acarician la perfección del verso; el poema torna a luz remota
donde el verbo se convierte en un rojo intenso y el adjetivo transmuta en el
último azul manchado por la espuma. Aquí el suave susurro del pincel cuando
rasga el lienzo deriva en una remota melodía, cantada por los hombres del
pasado.
La de Martínez
Mengual es una vocación profunda; su historia podría quedar reducida a una
palabra: entrega. Entrega arrebatada a la pintura, carne ofrecida a la poesía,
alma brindada a Grecia y su leyenda. Estar con él, conocer las inquietudes que
mueven su máquina creadora, resulta similar a zambullirse de lleno en esos tres universos -pintura, poesía, Grecia- que le completan como apéndices.
Como otros antes
que él, el pintor ha comprendido: no caben respuestas exactas en el arte
ni en ninguna otra cosa. No son siquiera deseables. Es en la pregunta, en el
constante querer saber por qué, donde la obra se engrandece, perfila su materia
y se eterniza. Más todavía: no son pertinentes tampoco las preguntas cuando la
realidad se convierte en pintura y trazo, cuando se
dibuja una biografía. Únicamente sirve entonces
contemplar, ese dejarse llevar por el sentimiento -la música apagada, a solas y
en silencio en el taller- y que la danza de colores surja casi sola, como impulsada por los
recuerdos, por lo vivido,
por aquello que se aspira a experimentar. Esa
vibración al pisar tierra sagrada en Atenas;
las manos temblorosas que ofrecen la preñada fruta
a las puertas del templo; esa cuna de las cunas que un día traspasó con su luz
de caos y el peso de su historia el cuerpo del pintor, que le definió de
un modo distinto, que le hizo otro.
Entrar en su trabajo significa enfrentarse cara a cara a la verdad: la
que él ha buscado durante toda su vida y que supone el esfuerzo último -y único- de todos los que han tenido la fortuna
de ser tocados por el talento. Porque Martínez Mengual nos da de comer el
néctar dulce de la granada, que atrapa al que disfruta su obra, y nos lleva a
la necesidad irracional de regresar una y otra vez al contacto con su pintura.
Iaco penetra
en el engima: esboza una pregunta para la que no obtiene respuesta
Ahora otra vez un feliz
enigma me ayuda a comprenderlo todo
Albert Camus
De nuevo las
manos que sostienen las lenguas de un fuego que, incesante, indaga. El
silencioso temor de los que todavía no conocen, Grecia concentrada en el
Misterio. Eleusis como origen y final de tantos hombres, mujeres y niños que
quisieron saber, que albergaron la esperanza de acceder al telesterion para presenciar
el secreto.
Por eso esta vez
el pintor está aquí, en una oscuridad casi completa. Paso a paso construye sus
creaciones, dialoga con su entorno helénico en una procesión de incertidumbres
que encienden el corazón dirigido hacia el templo de Deméter.
Ya ha llegado.
Entra.
Y brotan los
colores, unas pinturas que hablan en distintos lenguajes, que interpelan desde
el verde de la espiga aún inmadura, que son noche cerrada de columnas de
mármol, una chispa vulnerando la quietud del bosque, el cielo colmado de luces
o el jugo grato de una fruta que es ofrenda.
Martínez Mengual
se ha despojado más si cabe de lo anejo para producir esta obra. Ha dispuesto
un velo de lino sobre su cabeza y ha confiado, en un respetuoso silencio, sus manos
a los viejos dioses de los griegos. Es en este momento un nuevo Iaco, el hijo
del celeste Zeus y Deméter, la de hermosa cabellera. Y porta la luz que busca,
que pregunta sin esperar respuesta.
Su vocación no
es la de dirigir la mirada de los otros, investiga únicamente para él, porque
sabe que con mirar al menos una vez a la creación sincera, despojada de
artificios y máscaras, queda justificado todo lo demás. Llegar a ese escenario,
caer de rodillas ante la magnífica luz del arte, vale toda una vida. Por eso,
su pintura no describe el arco de entonación de la pregunta. Solo es espera desnuda, cierta, atenta. Ha comprendido que la vida, acaso, no es más que eso: una
sucesión de esperas en las que, cada vez más despojado, más verdadero, se aguarda la visión del Misterio,
ese momento en el que todo funciona.
No
quieras tocar más. No quieras saber más. He aquí el milagro encarnado.
Unos ojos
nacidos para atrapar el color
Es sorprendente que un solo trazo acabe
con la nada
María Martínez Bautista
Estas últimas
creaciones, fruto de la admiración, la lectura y la destreza, han roto con el
miedo ante lo incierto. Con la libertad del que solo espera la experiencia de
dialogar con el lienzo o con el papel, el artista se ha lanzado a los más
desconocidos orígenes sagrados de los griegos. Se sitúa como puente entre los
que observamos hoy y los que lo hicieron en un tiempo remoto, y nos muestra un
itinerario, un camino que seguir para encontrarnos con aquello que nos hace
humanos: la búsqueda del por qué, del cuándo, del para qué. Una búsqueda que no
ha de esperar resolución, sino gozar de la travesía.
En estas obras
aparecen muchas de las rutinas habituales en la trayectoria de Martínez
Mengual: es un trabajo que parte de lo físico para pasar a lo abstracto, surge
del terreno con la vocación de navegar en las emociones. En cada cuadro los
colores construyen lugares a la vez que representan instantes, la unión de
existencia y espacio, de pensamiento y acción, de lo que es humano y lo que
sucede más allá del ser. Sus ojos son tamiz en busca de esas maravillas
dispuestas para el pálpito. Y él, el encargado de traducirlas a pintura.
Como una
herramienta para conocer la luz, en él todo color nace de lo real y es mancha
que comunica, que dice, que susurra el secreto en una confesión íntima que
dispone para nosotros, los llamados a compartir en silencio. Porque lo que se
vive ante uno de los cuadros de Martínez Mengual ha de ser una experiencia
íntima y reservada. Frente a sus obras el propio ser se conoce, se perfila y se
encuentra con su propio yo. Al pintor le debemos el impulso.
Dedos
que acarician el asombro
Y esa llama es tan sólo
nuestra vida,
que abre también sus ojos, y
pregunta
a quien así nos mira, qué
encendido
misterio es su belleza.
Francisco Brines
Solo
una vez lo vi. Aceché al pintor ese momento con la sensación de sentirme en un
lugar prohibido: el rugoso tacto de la madera erizaba las yemas de sus dedos,
electrificaba el cuerpo. Martínez Mengual ante una enorme tabla colmada de
tonos vivos; Antonio frente a Antonio; Antonio al lado de ese chiquillo con las
manos manchadas de cera, en
un tiempo en blanco y negro que él se encargó de teñir de color; Antonio
perdido entre libros y cuadros a los que acudir una vez, y otra, y otra, y otra
en busca de aquello que, prendido a su pecho, se afana
por encontrar. Lejos de todo, más allá de todos, acariciaba su obra, ese
vástago como ramo tierno, carne de su carne. Los ojos, discretos, cubiertos de
lluvia.
Pintar
debe parecerse mucho a iniciar un viaje que termina en el origen; un viaje circular
al centro de uno mismo. El artista, con su don arrullado entre los brazos, es
quien más y mejor puede llegar a ese espacio en el que es posible palpar el
asombro, esa fuerza final que mueve a todos los seres. Porque cuando el pintor,
cuando el poeta, aleja lo accesorio y usa sus trazos como si fuesen sangre,
multicolor milagro que estalla en el lienzo, la tabla o el papel, se hace él
mismo sombra o figura natural o espacio de cielo erguido entre columnas.
Entonces, el hombre es ya infinito y se mira en su trabajo, convertido en
espejo, para reconocer, para reconocerse.
Tal
vez por eso esta obra: quizá se trate de una peregrinación con destino ignoto,
el resultado de la búsqueda más difícil, la que tiene como objetivo los propios
márgenes del cuerpo, y los límites solo un paso más allá de donde puede llegar
la imaginación, la mente, el sueño. Por eso las diosas, el temblor del
iniciado, una cueva oscura donde
habite Hades, el templo y sus enigmas, la paz del silencio en la que ocurre
todo, el cielo... Por eso el pintor -que
en su labor discreta ha firmado una vida de dedicación continuada al diálogo
con los colores-, para que por sus
ojos podamos comprender.
Y
para que, después de la noche oscura del alma, que diría el poeta santo, con
las primeras luces rayando el alba, solo quede contemplar, porque ya todo se ha
encontrado. Dejar que la mirada vague por los cuadros con emoción contenida.
Ser procesión, gruta y Misterio. Ser canto sagrado. Ser cielo infinito y a la
vez antorcha encendida que dance en el firmamento con el fulgor de las últimas
estrellas.
Daniel J. Rodríguez
Texto para el catálogo de la exposición "Lo Incierto", de Antonio Martínez Mengual
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